No recuerdo exactamente dónde estaba cuando vi que la denominada tecnología 5G había llegado a Colombia. Tal vez estaba sentado en uno de los sofás color rosa, muy particulares de hecho, que tiene mi mamá en su apartamento, o en el sillón viejo que me regaló el papá de mi novia hace algunos días. De lo que sí estoy seguro es que fue echándole un vistazo a mi feed de Instagram que me di cuenta de la noticia.

En concreto, el artículo hacía referencia a los operadores que habían ganado la subasta y que, por lo tanto, tenían derecho de acceder a esta tecnología. Y al evidenciar el nombre de los operadores, lo primero que pensé fue, ¡mierda, mi operador no tendrá 5G!

No obstante, más allá de preocuparme por las limitaciones que tendré como usuario en cuanto al acceso al servicio, ya que como sabemos, cambiar de operador hoy en día es como cambiar de calzones, me preocupó más las implicaciones que tendrá para nuestra sociedad, y más complicado aún, para nuestra condición humana, el uso y el desarrollo de dicha tecnología. Y es que, para nadie es un secreto cómo viene avanzando, ya no a pasos agigantados, sino a zancadas supersónicas.

Y claro, cuando leemos o escuchamos acerca de sus beneficios nos emocionamos: ecosistemas que nunca se habían desarrollado tan eficientemente como la telemedicina, la operación a través de robots, y la realidad virtual aumentada; la mejora sustancial de la velocidad, en donde vamos a tener la capacidad de descargar una película de dos horas en 3,6 segundos, o bajar un archivo que pesa 10 GB en 3 minutos; mayor eficiencia en el consumo de energía y menor costo en el transporte de datos, que conlleva a una mejor economía en la utilización de aplicaciones de inteligencia artificial; más competitividad y eficiencia en la industria y en sus procesos; mejoras en la seguridad de las vías y la tecnificación de los procesos de logística y transporte, entre muchos otros.

Suena muy bien ¿no? Mejor dicho, ya desde ahí podríamos decir que el futuro de la humanidad se encuentra asegurado. Pero, ¿y por qué casi no se habla de sus posibles consecuencias negativas?… Pues, si a mí me preguntan, tengo la leve sospecha de que se trata de más de lo mismo; la invitación a seguir consumiendo sin conciencia y sin medir las consecuencias.

En cualquier caso, tampoco se trata de satanizar la tecnología en sí misma, porque como bien sabemos, el problema no radica directamente en ella sino en cómo la utilizamos. He ahí el gran meollo del asunto. Y no se necesita ser un experto en tecnología o hacer una investigación exhaustiva para reconocer cómo desde la cotidianidad la tecnología también nos está causando problemas.

Tristemente ya no podemos sumergirnos en una película o en una serie sin revisar nuestro celular cada 5 minutos. Y cuando hablamos de la comunicación es mucho peor, pues estamos en una orgía comunicativa constante en donde nuestra atención está, literalmente, atrofiándose. Queremos ir mucho más y más rápido.

Configuramos nuestros videos de YouTube y nuestras conversaciones de WhatsApp a 2x porque nos impacienta que el mundo vaya tan lento y para consumir más información. De seguro si pudiéramos configurar a las personas para que hablen y actúen más rápido lo haríamos. Además, nunca en la historia nuestra privacidad e información habían sido tan controladas y vendidas. Y qué decir de los problemas de ansiedad y depresión por el uso de la tecnología.

Al final, si somos más conscientes, todas estas emociones surgidas de lo tecnológicamente novedoso se empiezan a convertir más en preocupaciones. La pregunta vital aquí sería, ¿será que como humanidad y como sociedad estamos preparados para el 5G? Usted, querido lector, saque sus propias conclusiones.

Por el momento, voy a desactivar el wifi de mi celular y me sentaré en el sillón viejo a disfrutar de una buena película.

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